Habia una vez una tigresa preñada que estaba buscando alimento. Vio un rebaño de ovejas y se abalanzó sobre ellas. Dio cuenta de una, pero a raíz del esfuerzo en su estado de gravidez, murió mientras daba a luz. El cachorro de tigre nació huérfano, en medio del rebaño de ovejas. Sin saber su verdadera identidad, el tigrecito se unió el rebaño y aprendió a caminar, comer y balar como las ovejas. El cachorro también aprendió a sentirse víctima, a lamentarse, a echarles la culpa a los demás por sus penurias, tal como hacen las ovejas.
Un día, otro tigre que andaba por la región se encontró con esta escena ridícula: un cachorro de su especie caminando, comiendo y balando como oveja. Con un gran rugido, el tigre corrió hacia el lugar de pastura, desparramando a las ovejas. El tigre adulto tomo al cachorro, lo arrastró hacia un estanque y lo forzó a mirar su reflejo en el agua mientras le decia: “¡Mira!, no eres una oveja, eres como yo, eres un tigre. Eres un tigre y tienes la fuerza, el coraje, la libertad y la majestad del tigre. Eres responsable de tu destino; eres el cazador, no la presa”. Entonces, el tigre dio un rugido inmenso y glorioso. Esto aterrorizó y excitó al cachorro. El tigre le dijo entonces: “¡Ahora, ruge tú!. Los primeros intentos del cachorro fueron patéticos, a medio camino entre un balido y un chillido. Pero pronto, bajo la tutela del tigre adulto, el cachorro desarrolló su verdadera naturaleza y aprendió a rugir; a rugir como el protagonista de su vida.
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